![]() |
(Click a la imagen para agrandar) |
Se lee:
CORRIDAS DE TOROS
Considerando que las costumbres populares no pueden modificarse por medio de disposiciones positivas, sino que son la consecuencia directa de una educación gradual y paulatina, no podía romperse con esta fiesta genuinamente popular, y comprendiendo también que el pueblo de mi distrito electoral no estaría por la supresión repentina de una de sus costumbres y considerando, por último, en los actuales momentos tanto los Gobiernos de los Estados como los Municipios de los mismos, han sido desgraciadamente imposiciones del Gobierno del Centro o de los Gobernadores, darían margen a que los Ayuntamientos, por la fuerza de la imitación, provocaría el que se prohibiesen las corridas de toros en gran parte del Estado de Jalisco.
El 10 de Octubre de 1916, Venustiano Carranza, como encargado del poder ejecutivo, en base a un decreto anunciaba la abolición de las corridas de toros. La decisión se sustentaba en “la idea de que el gobierno tenía la tarea de garantizar los derechos fundamentales, cuyo ejercicio permitía el funcionamiento de la sociedad”, y para cumplir tal propósito se tenían que fomentar “los usos y costumbres que contribuyeran en su construcción”.
En ese sentido, la Revolución, referían, debía “procurar la civilización de las masas populares despertando sentimientos altruistas y elevando su nivel moral”, esto mediante el establecimiento de escuelas donde no solo se enseñara, sino también se fomentara la educación física, moral y estética, con lo cual se buscaba “preparar al individuo para cumplir sus funciones sociales”. De esa forma debían extirparse los hábitos que obstaculizaran la cultura y “predispusieran al desorden”. En esa lógica era necesario elevar la moral de las masas al tiempo que se suprimían las barreras para “civilizar” al pueblo.
Se estipulaba que esa prohibición sería permanente en el Distrito Federal y en los territorios federales que aún existían. En el resto de los estados estaría vigente hasta que el orden constitucional fuera restituido. Las penas para quienes violaran esta ley se establecerían de entre mil y cinco mil pesos o el arresto de dos a seis meses.
En el periódico El Universal, su propietario, Félix Palavicini, días antes de la emisión del decreto había iniciado una campaña en contra de la tauromaquia. Se leía en sus páginas: “Una burda y salvaje diversión de la que ningún provecho obtenía el hombre” “Un lastre para la sociedad que se cargaba desde hace cuatrocientos años” “Entre los incultos que son frenéticamente aficionados al coso se produce una familiaridad con el crimen y los acostumbra a ver morir de forma trágica”, así mismo invitaba a los gobernadores de los estados y a las autoridades del Distrito Federal a que promulgaran el decreto que aboliera para siempre las corridas, “en nombre de los fueros de la civilización”.
Los ánimos reformistas que emergían del constitucionalismo traerían varios decretos prohibicionistas, entre los cuales estaban además los referentes a la exhibición de películas policíacas, las cantinas, algunas publicaciones calificadas de inmorales o el libre tránsito de las prostitutas en parques frecuentados por familias, una cruzada por moralizar a la sociedad y mejorar las condiciones de salud que Carranza ya había enarbolado desde que había sido gobernador de Coahuila.
Respecto a la decisión presidencial, se sabe que Carranza era un gran lector de historia y que su periodo favorito de la misma había sido el de La Reforma, admirador de Juárez, quien el 28 de noviembre de 1867 había así mismo prohibido las corridas de toros en el Distrito Federal; una decisión que sería derogada por Porfirio Díaz doce años más tarde. También se supone que la prohibición fue por la necesidad de mantener el orden en la capital en aquel periodo aciago, ya que se buscaba evitar que las plazas se convirtieran en focos de violencia, como había ocurrido en el porfiriato, de ahí su frase “ La diversión de los toros provoca sentimientos sanguinarios”.
Esta reforma era apoyada por un sector del constitucionalismo, y se había implementado en algunos estados desde finales de 1915 e inicios de 1916 en un intento por substituir el gusto del público a los toros y enfocarlo en los deportes, práctica que, afirmaban, “venía desde Atenas y Esparta y se había olvidado debido a la conquista de los españoles”. Se esperaba que la afición taurina, a falta de corridas, asistiera a observar el espectáculo que ofrecerían, gracias al apoyo de la estructura educativa al deporte, jóvenes y señoritas de las escuelas oficiales.
Siendo las corridas de toros una tradición de siglos que se había arraigado en el gusto de la población, y debido a esto el espectáculo más popular del país en ese entonces, el decreto fue burlado de manera reiterada, llevándose a cabo corridas en la clandestinidad o inclusive con el apoyo de autoridades municipales bajo la apariencia de ser jaripeos o peleas de gallos.
La demanda de la afición hacia las autoridades desde el inicio de la prohibición fue enérgica, a pesar de esto, sería hasta diciembre de 1918 que se discutiría en el pleno de la cámara de diputados la derogación del referido decreto. La entonces mayoría pro Álvaro Obregón de la XXVIII legislatura federal tomaría una decisión política en lugar de hacer caso a la voz del pueblo y pospondría la resolución, ya que esa bancada consideraba que simpatizantes de una eventual candidatura del general Pablo González Garza tenían el control de la empresa “El Toreo”, y llegado el caso podrían manipular el espectáculo con propaganda presidencial a favor de este.
Un año más tarde, la cámara de diputados, en la sesión del 2 de diciembre de 1919 aprobaría, con una votación de 94 votos a favor por 34 en contra, la solicitud de derogación del decreto emitido por Venustiano Carranza tres años antes. El profesor Julián Villaseñor Mejía, diputado federal por el distrito 13 con cabecera en Autlán, población de fuerte arraigo taurino, sensible a esto votaría por la afirmativa a la anulación del decreto que prohibía las corridas de toros, y esta determinación la daría a conocer a la población de su distrito electoral en la página diez de su informe final de actividades legislativas (ver imagen).