Pátzcuaro, Michoacán. |
Continué con mi noviazgo, cada día amándola más, aun recuerdo aquella serenata, cuando me acompaño “Ralph,” aquel paisano de la familia Morales de Unión de Tula, que se perfilaba en la Procuraduría de Justicia en el Estado de Jalisco para escalar grandes puestos, y que tocaba la guitarra muy bonito, cuando interpretó “cerezo rosa.” Lamentablemente al poco tiempo de esto falleció en un fatídico accidente automovilístico en el “crucero de San Clemente”, a escasos kilómetros del pueblo. No pasó mucho tiempo para que Anita me invitara a conocer su “pueblo” en Michoacán, esa vez invité a mis amigos Esteban Contreras Acosta y René Gámez Araujo, ella lo hizo con algunas compañeras de su trabajo.
Viajamos en autobús y de noche, llegamos amaneciendo a la ciudad de Uruapan, era una pequeña “central camionera”, quizás más chica que la que actualmente tenemos en Unión de Tula, ubicada en el centro de la ciudad, a la misma únicamente arribaban los camiones de la línea “Galeana”, pero había que transportarnos en otros autobuses aún más viejos (de los "trompudos") que nos llevarían hasta el “pueblo de mi esposa”. El primero salía de la “centralita” a las 7:00 AM, tendríamos que esperar ya que habíamos llegado cerca de las cinco de la mañana. Recorrimos unos 17 kilómetros por una carretera sinuosa y de terracería, con una abundante vegetación a los lados. Cuando entramos al “pueblito” me pareció muy pintoresco, y honestamente, muy diferente al mío, no había infraestructura en sus calles y fincas, por lo que no existía una continuidad de una casa con la otra, generalmente estaban divididas por cercas, que señalaban patios muy grandes (Ekhuaru, en purhepecha) o también huertas, se tenía la sensación, al estar en el pueblo, de que aún no habíamos entrado a él.
Noté de inmediato (en aquellos años) muchas carencias, no había gasolinera, únicamente unas cuantas tiendas de abarrotes, no tenía clínicas, sus calles eran de terracería, casi no tenía alumbrado público, no había servicios, únicamente una caseta telefónica y el telégrafo, la mayoría de las personas, hasta para comprar gas y productos alimenticios, lo tenían que hacer en Uruapan, así mismo no existían los taxis, y las personas se transportaban en la “flecha”, así le decían al autobús. La casa de Anita, (de sus papás) era de adobe y teja, con una huerta muy grande casi una hectárea, en el patio un enorme árbol de mamey. El lado sur se había dividido por indicaciones de Doña Lolita (mamá de Anita) en otro solar, ahí vivía, Emigdio + con su esposa Tere e hijos, aquel hermano menor de Anita. (después mi compadre).
La finca básicamente consistía en dos cuartos, un corredor, y otro cuartito separado que era utilizado como cocina, no había sanitarios, a lo lejos (casi cien metros) estaba una casita muy pequeña, con un “pozo” y unos tablones, que hacía las funciones de sanitario, no tenía puerta, solamente una cortina, no había luz eléctrica, y por la noche nos alumbrábamos con velas para poder llegar, u optábamos por no hacerlo e ir a otro lado más cercano, sobre todo si estaba lloviendo. Igualmente si queríamos bañarnos tendríamos que hacerlo con agua de la “pila” que estaba junto al lavadero, y generalmente sería con agua fría. Al día siguiente nos reunimos la mamá de Anita, (Doña Lolita +) sus hermanos Artemio, Emigdio + y Eduardo (mi compadre), se les apodaba en el pueblo “Los tres García” por sus apellidos, y sobre todo por la unión entre ellos y con su mamá.
A Doña Lolita ya había tenido oportunidad de conocerla en Guadalajara, no así a sus hermanos. Nos sentamos, junto con mis amigos, a la mesa de seis sillas, misma que se ubicaba dentro de la cocina, en donde se cocinaba en un “Fogón”. Habíamos arrimado otras sillas para poder estar sentados todos. Inmediatamente Artemio me identificó como el novio de su hermana, abundó la plática, almorzamos y luego pasamos a una de las piezas, que también fungía como sala, se destaparon cervezas, y convivimos muy amenamente. En tanto Anita así lo hacía con sus amigas dentro de la misma casa. A partir de esa ocasión, y durante mi noviazgo con Anita, regresé varias veces a su pueblo, (desde luego acompañado de ella) en una ocasión invité a mis padres, luego a Luis Arturo Murphy Martinez, a Ángel Gomez Contreras (La Paloma) y a Adriana (hoy su esposa), en otra ocasión a Salvador Villasana Díaz y a Catarino Díaz Ramírez (Turicata, hijo del “Picos”) a mi tío Roberto Rubio Sandoval, (hermano de la “Bulena”) y a mi tía, su esposa.
Recuerdo cuando Doña “Lolita” + en un gesto de cordialidad y amistad me invitó a pasar junto con Anita un fin de semana en Pátzcuaro. Que ciudad tan hermosa, la mayoría de sus fincas de construcción antigua, de adobe y piedra, todas pintadas de rojo y blanco, al centro de la población dos enormes plazas, una quizás la mas grande la la República Mexicana, donde se erige el monumento a Don Vasco de Quiroga (Tata Vasco) hacia el oriente de la misma, la “Casa de los once patios” y la “basílica” en donde se venera a Nuestra Señora de la Salud, el templo con sus portones de madera e inconcluso, ya que según la historia, se había proyectado que fuese la Catedral del Estado de Michoacán, en el interior sus enormes naves, y en su altar la virgen de la salud, que la leyenda cuenta es hermana de la de Zapopan, San Juan de los Lagos y Talpa, ya que al parecer fueron hechas del mismo material.
Frente a la otra de sus plazas aquellos portales con tantos negocios de artesanías, y también la presidencia Municipal. Sus tradicionales “nieves” tan ricas. En el extremo del portal el mercado, con tantos negocios de comida y artesanías. Hacia el lado Poniente de la ciudad su malecón, antes la estación del ferrocarril, en aquel se abordan lanchas impulsadas por motor para transportarse a la isla de “Janitzio” así como a otras islas más, el viaje no se puede emprender, sin antes probar su ricos “Charalitos” o comprar sus originales sombreros que se venden en el malecón. La lancha hace un recorrido de cerca de treinta minutos, de ida e igual tiempo de regreso, al llegar a la isla, de Janitzio, se empieza a caminar subiendo por esas calles empedradas y escalonadas, con negocios de artesanías y comida a los lados, se vende de comer el famoso: “pescado blanco” de la misma laguna.
El recorrido no es fácil, se tenían que subir no menos de trescientos metros (todo el cerro) para luego llegar a una plazoleta en donde se levanta un monumento enorme de unos 70 metros de altura que representa a José María Morelos y Pavón, quien tiene el brazo derecho en alto empuñando la mano, por dentro esta sirve (para quien se anima a subir hasta allá) como mirador, se aprecia la belleza del lago de Pátzcuaro así como su población. Toda la estructura por dentro funciona como museo, y conforme se va subiendo por unas gradas en forma de caracol, con pinturas murales a los lados se va narrando la historia de nuestra independencia.
Nunca me ha tocado estar para el día de “muertos” (Uarhiri) pero me han dicho que por la noche en el panteón de la isla se lleva a sus difuntos la comida que le gustaba, se encienden veladoras en todas las tumbas, y se entonan cantos tradicionales a sus seres queridos. Cuando regresamos nunca se me va a olvidar que nos encontramos con otra lancha que iba a la isla, quedamos a escasos 5 o 6 metros de distancia, y vi a Don Cosme Delgadillo +, de Unión de Tula, quien efusivamente me saludó (que chiquito es el mundo) A partir de aquella ocasión he regresado a Pátzcuaro y Janitzio no menos de unas cincuenta veces, la mayoría en viaje de placer, aunque algunas por cuestiones de mi profesión. También en aquella ocasión tuve la oportunidad de conocer la ciudad de Uruapan y sus bellezas, como su Parque Nacional, "Licenciado Eduardo Ruíz" con sus hermosos paseos y fuentes que se producen de manera natural en el cauce del Río Cupatitzio, cuyo nacimiento se da en el mismo parque, en un lugar que se llama: “La Rodilla del Diablo” así como los niños, que a la entrada por unas monedas recitan en pûrhepecha algunos versos de leyendas amorosas, como cuando también se tiran al agua del río para sacar también algunas moneditas que el paseante le avienta. Se venden ahí mismo las gorditas tradicionales de flor de calabaza, de rajas, etc.
El agua del río sirvió durante muchos años como agua potable para todo el pueblo, se le podía beber inclusive de las mismas llaves, por lo que no se veía que nadie la vendiera embotellada. Más abajo, como a diez kilómetros siguiendo el cauce del río, se encuentra la cascada la Tzararacua. En el centro de la ciudad el tradicional mercado de los antojitos, en donde la comida por excelencia son las carnitas tan ricas, vendidas por muchos años por aquel famoso “Patillas.” y ahora por las hijas del “Riel.” Su gran plaza que destaca por el monumento a Vasco de Quiroga, a los lados sus Portales de dos cuadras y poco más de largo, con multitud de negocios, entre los que destacan sus tiendas más antiguas como "La Nacional" o su café "Las Pérgolas" en donde se reúnen los hombres de negocios y los políticos regionales. Al lado oriente de la ciudad, sobre al avenida Cupatitzio, se erige una gran estatua de Don Lázaro Cárdenas (Tata Lázaro) que con sus brazos cruzados mira altivamente hacia su natal Jiquilpan. No existe en todo el estado de Michoacán una sola ciudad o localidad, que no tenga un monumento a Lázaro Cárdenas, o por lo menos una calle que lleve su nombre. También a esta ciudad he regresado no menos de cien veces, la mayoría por asuntos de negocios, de índole jurídico.
Me encuentro en el año de 1977 y se avecina el evento de mi graduación, con motivo de haber terminado mis estudios de derecho, previamente tendría los exámenes, la mayoría me había quedado para extraordinario, por mis escasas asistencias, afortunadamente me fue muy bien y pasé todos con promedio que no se puede decir que fue bueno, pero si aceptable. Como presidente de generación en la escuela elegimos al licenciado Octavio Cotero Bernal, muy a pesar de Javier Balbaneda (compañero de estudios) quien con su influencia decidía lo que se hacía y no dentro de las aulas. Este sin duda era de los llamados "fósiles", no sé cuanto tiempo tendría en el plantel escolar como alumno, nunca tuve un solo roce con él, a diferencia de algunos otros compañeros, a quienes sin motivo aparente y con arrebato llegó a golpear con la cacha de la pistola que siempre portaba. También tuvo serias diferencias con mi padrino de matrimonio, licenciado Jorge Moya Gutiérrez, actual notario público en Juanacatlán, Jalisco. Algunos años después de haber egresado de la facultad, no más de tres, Balbaneda fungía como comandante de la policía judicial federal, y al parecer por un lío amoroso fue muerto a balazos en el centro nocturno D Vinci, que se ubicaba sobre la Avenida López Mateos Sur, en Guadalajara.
El evento de la graduación sería en septiembre y consistiría en un acto académico, que se llevaría a cabo en el teatro Degollado, en donde maestros y funcionarios de la Universidad de Guadalajara, así como el padrino de nuestra Generación, Licenciado Ramiro Acosta Castillo, nos harían entrega de nuestra carta de pasante, posteriormente se celebraría una misa, y al final se tomaría la foto del Recuerdo con maestros y autoridades universitarias, se finalizaría por la noche con una cena baile. Mis invitados eran mis padres, mis hermanos Habacuc, Ulises y Corina, mis abuelos maternos, mi tío Rene Ríos y mi novia Anita y su mamá. Había invitado también al cuñado y hermana de mi novia, y de manera déspota declinaron la misma. En el teatro Degollado me hizo entrega de la carta de pasante mi maestro y padrino, Licenciado Ramiro Acosta Castillo, acompañado en ese momento entre otros por el licenciado Edmundo Márquez, actual notario público de Tlajomulco de Zúñiga, Jalisco, cuyas oficinas las tiene instaladas en el fraccionamiento “El Palomar.” Ese día por la mañana, y por la prisas, algunos de mis compañeros, de los que recuerdo a Ríos Moran (de Tamazula de Gordiano, Jalisco) Becerra, (de Ocotlán, Jalisco) y otros, me pidieron el despacho para cambiarse de ropa y ponerse el traje, que generalmente era rentado, ya que esa oficina quedaba relativamente cerca del Degollado.
Recuerdo que después del acto académico fuimos a comer, mis padres, mi abuelita materna Jovita, mi novia Anita, y su mamá, Doña Lolita, al restaurante "El Lido" en Miguel Blanco y Colón, que en aquel entonces era de lo mejor, en el centro de la ciudad. Por la noche, en la cena baile, me tocó compartir la mesa con el licenciado Cantú y su familia. El era, en aquel viaje a Unión de Tula, nuestra estrella de foot ball que lamentablemente resulto lesionado en el pequeño accidente que tuvimos antes de llegar a Tecolotlán, cuando el famoso "Cafre" (compañero de estudios) condujo aquel camión y coleó, pegando con un trailer (versión ya narrada). Fue una noche muy especial, compartí con mi familia y con la mayoría de mis compañeros más estimados, bebimos, comimos y bailamos hasta la madrugada, nunca lo olvidaré.
Continuará….
Lic. Herman René Real